La joven que recién había superado la mayoría de edad persistía en su idea de irse a los Estados Unidos, un impulso natural de migrar, de mejorar; un llamado de sangre; unas rabiosas ganas de salir adelante.
Texto y fotos de Violeta Santiago
Agua Dulce, Ver.- Le ayudaran o no, ella estaba dispuesta a hacer el viaje. De cualquier forma dejaría El Salvador, de cualquier manera buscaría llegar hasta los Estados Unidos. La determinación de Zenaida era tan fuerte, que convenció a su padre y sus hermanas, quienes prefirieron ayudarla para hacer el cruce lo más seguro posible, que dejarla a su suerte en una aventura peligrosa.
María Zenaida Escobar Cerritos cumpliría los 20 años el 9 de noviembre. Era la más pequeña de siete hermanos —seis mujeres y un varón— y tenía la mitad de su vida sin ver a su papá, Darío Escobar Lainez, un hombre quincuagenario que partió por tercera vez hacia los Estados Unidos en el 2009.
“Ella quería saber cómo se ganaban los cheques”
Heidi Escobar, hermana de Zenaida
La vida en Sensuntepeque, la cabecera del departamento de Cabañas, en El Salvador, era complicada, al menos en cuestión de trabajo. “Aquí (en Estados Unidos) hay más oportunidades de empleo; allá en El Salvador es bonito, pero nosotros teníamos que subir hasta la ciudad para encontrar trabajo y vivíamos lejos de la ciudad y pues estaba peligroso”, justifica su hermana, Heidi Escobar.
Zenaida y Heidi tenían cuatro años sin verse. Heidi la adoraba como se le ama a una hermana pequeña. Entonces decidió probar suerte en Estados Unidos como su padre y como sus otras hermanas. Tras lograr el cruce, se asentó con su familia en Santa Cruz, California, para ganarse la vida limpiando casas.
Las hermanas hacían videollamadas por WhatsApp o Facebook Messenger y Zenaida siempre insistía en saber de qué trabajaba su hermana, qué hacía, cómo era la vida en otro país, cuánto ganaba. “Ella quería saber cómo se ganaban los cheques”, comenta Heidi y recuerda cómo la más chica de la casa se ensoñaba al decir: “Cuando me den mi primer cheque voy a sentir la emoción que ustedes sienten”.
La joven que recién había superado la mayoría de edad persistía en su idea de irse a los Estados Unidos, un impulso natural de migrar, de mejorar; un llamado de sangre; unas rabiosas ganas de salir adelante.
Para tratar de contener sus ansias, su familia le advirtió: “Mira, Zenaida, esto pasa en el camino, hay mucha gente que sufre, que abusa de ellas, la secuestran”. Le decían de todo, pero ella insistía en llegar allá, en tener la misma oportunidad de sus hermanas.
—Papi, yo quiero irme. Ayúdeme. Si no, yo voy a buscar por otro lado. —Eran cada vez más frecuentes las súplicas de Zenaida—. Papi yo quiero ir allá por mi bien. Mis hermanas están allá, yo quiero estar allá con ellas y con usted, estar en su casa para hacerle tortillas y hacerle comida para cuando usted volviera del trabajo
—Si usted está decidida, yo no le voy a cortar las alas. Si usted quiere venir para acá, nosotros la vamos a ayudar y primero Dios pronto estará aquí con nosotros. —Cedió finalmente el padre.
El reencuentro motivó a la joven a viajar miles de kilómetros, por varios días. Valía la pena. Ver aquellos rostros que sólo apreciaba a través de una pantalla, poder sentir el abrazo cálido, el toque de la piel, el amor fraterno. ¡Y el trabajo! El que escaseaba en su pueblo, el que venía con un pago en forma de cheque y que intercambiaría por más dinero en una semana de labores que el que hubiera recibido por un mes en su tierra.
Ella sólo pidió la misma oportunidad que disfrutaron su padre y sus hermanas. “Pero no pudo lograrlo y hasta ahí llegaron sus sueños, sus ilusiones, en ese carro donde quedó, ahí murió todo lo que ella soñaba”, acota Heidi.
Era domingo 9 de junio de 2019 cuando Zenaida dejó Sensuntepeque. Antes de partir, fue al quiosco del Parque Cabañas, una construcción de muros color mostaza, rejas ornamentales blancas y columnas del mismo blanco que soportan el techo octagonal de madera rojiza. Ahí pidió que le tomaran una foto. Llevaba tenis de color morado con suelas blancas, pantalones de mezclilla con roturas simuladas, una blusa a tono de las zapatillas deportivas y chamarra negra con cierre frontal: ropa escogida especialmente para la ocasión. Sonreía, nerviosa, emocionada y apretaba con ambas manos las asas de la mochila en la que empacó su vida y todas las ilusiones que podía tener a los 19 años.
Fue Zenaida la que contactó a la persona que se encargaría de llevarla hasta la frontera. Su padre pudo hablar con él, para saber detalles generales. Querían lo más seguro para ella, así que cuando supieron que todo el camino sería trasladada en vehículos particulares, les dio algo más de tranquilidad. El pago por la salida era de 4 mil dólares (unos 76 mil pesos) y completarían los 11,700 dólares (más de 220 mil pesos) cuando llegara a Estados Unidos con bien.
“Hija, cuando usted viene viajando debe hacer amistad. Cuando usted compre una cosita, una comida o una tortilla o una soda, compártala con sus amigas, porque ahí se merece la amistad. Uno no sabe el camino como es”
Dario Escobar Lainez a su hija Zenaida
“Ella ‘nomás’ nos habló que estaba lista para venirse; nosotros no tuvimos contacto con la persona que los traía, porque ella nos informaba de cómo venía y todo”, refiere Heidi. Habitualmente es por recomendaciones de amigos como contactan a las personas que trasladan a los migrantes.
La familia de la salvadoreña se enteraba de cómo iba el viaje por los mensajes que Zenaida con frecuencia les enviaba para avisarles que se encontraba bien. Por WhatsApp, el jueves 13 de junio a las 7:39 de la mañana le avisó a Heidi que el día anterior, a la 1, salieron de Guatemala y que a las 7 cruzaron el río (el Suchiate, para ingresar al país vía Chiapas). Doce horas después, por la mañana, llegaron a Villahermosa, Tabasco.
—Oohhh ok, y como estas ? —Le escribió Heidi a su hermana, que tenía guardada como “Zenaidaaaaaa”.
—Ok yo aquí. Bien gracias adiós nomás con tos y gripe que me a dado (emoticón sonándose la nariz) —Respondió Zenaida, siete minutos después y adjuntó una foto donde sonreía, aunque la enfermedad sonrojó sus mejillas.
La joven mantuvo una comunicación constante con su hermana Heidi. “Siempre me tiraba mensajes, le decía cómo vienes y ella me decía ‘bien’”. También les contó que había otras chicas en el viaje: “Aquí van unas niñas que cómo hacen bulla”.
Antes de partir, Darío le dio varios consejos a su hija, pero destacó la amistad sobre todas las cosas. “Hija, cuando usted viene viajando debe hacer amistad. Cuando usted compre una cosita, una comida o una tortilla o una soda, compártala con sus amigas, porque ahí se merece la amistad. Uno no sabe el camino como es”, le dijo sin saber que su consejo, posiblemente, haría la diferencia para enterarse de lo que les pasó en el camino.
Por la tarde de aquel jueves, la joven anunció que seguían en Villa. Luego, después de las 10 de la noche, les dijeron que no los moverían hasta el viernes porque no le habían avisado al guía. En el mismo mensaje también pidió que le mandaran un paquete de internet para el día siguiente, porque ya había agotado los megabytes del chip que había conseguido.
Como Heidi no la leía, le envió una llamada perdida unos minutos más tarde. La última vez que ella apareció en línea en WhatsApp fue a las 3:22.
Su hermana no vio el mensaje hasta la mañana siguiente, a las 7:23 del viernes. Zenaida le insistió con lo del paquete de internet una hora después y escribió de nuevo a la 1 de la tarde porque quería hablar con su mamá en El Salvador, pero ya se le habían acabado los ‘megas’ y sólo podía comunicarse gracias a que se había conectado a una red inalámbrica.
“Ehhh… Ahorita vamos a salir nosotros, ahí te aviso ya cuando llegue. Ahorita nos vamos a mover para un hotel, dicen, ahí en la carretera”, es lo que se escucha en una nota de voz de 19 segundos que envió a la 1:18 de la tarde. Como Heidi no la leía, le envió una llamada perdida unos minutos más tarde. La última vez que ella apareció en línea en WhatsApp fue a las 3:22.
De Villahermosa hasta los límites de Tabasco con Veracruz el tiempo en promedio de viaje por carretera federal es de dos horas y media. Pero desde que se reforzaron las revisiones en el retén de seguridad que hay a unos metros del puente Tonalá (el río que divide ambas entidades), el tramo de dos kilómetros desde en tronque a la ciudad de La Venta hasta el retén se recorre en casi una hora.
Mientras uno queda atascado en la fila, los vendedores de fritangas, coco o pozol —típica bebida tabasqueña— hacen su aparición; incluso hay quienes venden memorias USB o accesorios de plástico para el celular. Algunos se cuelgan a las cabinas de los tráileres y hasta se avientan contra el pavimento hirviente cuando la unidad reanuda su marcha. Porque si en Tabasco hace un calor infernal, ahí sobre el asfalto, entre los motores y escapes humeantes, es todavía más sofocante.
Pero ahí en ese retén ocurre algo irónico: frente a soldados y policías federales hay hombres y mujeres que ofrecen loros “cabeza amarilla” y tristes tucanes a los autos que van a vuelta de rueda, todo, en total impunidad. Las aves lucen un plumaje raído, feo, y sufren amarradas de una pata a un palo de madera con el que las acercan hasta los posibles interesados. Y la autoridad no hace nada en absoluto. Porque aunque estas especies están protegidas por la Norma Oficial Mexicana, ellos no están ahí para salvaguardarlas: están para detener el flujo de migrantes.
Desde hace varios años hay elementos del Ejército Mexicano a un costado de la caseta de inspección fitozoosanitaria que se dedican a parar los autobuses de pasajeros para bajar a todas las personas y revisar los equipajes de mano con arbitrariedad.
En ese mismo tramo, desde agosto de 2017 se comenzaron a colocar las patrullas de la Policía Federal con un arco de rayos gamma además de un módulo del Instituto Nacional de Migración (INM), aunque así como se ponían, levantaban sus cosas y se iban por semanas. Ya para el 2018, la permanencia fue más constante y en el 2019 se reforzó la presencia de los federales y las revisiones se hicieron más exhaustivas, estrangulando el tránsito carretero.
“Iba la perrera”, se refirieron con desdén al vehículo de Migración, “poco después de que pasaron nos enteramos de lo que le pasó a los migrantes”.
Poco después de las 4 de la tarde de aquel viernes 14 de abril, Zenaida y el grupo de aproximadamente 17 personas, incluido el chofer, un mexicano, llegaron al retén en una camioneta blanca Chevrolet Avalanche 2002 con placas XF-1655-A del estado de Veracruz.
Habría sido ahí donde inició la persecución entre la Policía Federal, una unidad de migración y la camioneta donde viajaban los migrantes. Según la Fiscalía General del Estado de Veracruz (FGE) y su titular, Jorge Winckler Ortiz, los testigos narraron que después de pasar una zona con “topes”, vieron las luces de las sirenas y se dio una persecución de entre 10 y 20 minutos.
A lo largo de la carretera Villahermosa–Coatzacoalcos hay sinfín de puestos de venta. Dos testigos corroboraron que aquel viernes por la tarde pasó a alta velocidad la camioneta de Migración seguida de la Policía Federal. En uno de los puestos, dijeron que la unidad del INM llevaba encendida la torreta y en otro confirmaron que la PF iba con ellos. “Iba la perrera”, se refirieron con desdén al vehículo de Migración, “poco después de que pasaron nos enteramos de lo que le pasó a los migrantes”.
La persecución acabó en el kilómetro 26+500 de la carretera federal 180 del tramo Villa–Coatza, a pocos metros de una planta de arena sílica de la empresa Madisa. La camioneta ya se iba a detener, cuando le cerraron el paso y abrieron fuego.
Las balas llovieron de frente y sin aviso. Más de diez, de fusil de asalto, calibre .762. El parabrisas aguantó sin romperse, pero quedó como testigo silente de la furia de los disparos. El vidrio del conductor y el espejo lateral sí se hicieron añicos y cayeron como lluvia fina sobre los asientos de tela y el regazo de Zenaida.
Los sobrevivientes contaron a la Fiscalía que el chofer fue bajado a golpes y llevado por los uniformados. El grupo se dispersó, como un jarrón que se rompe y arroja esquirlas a la redonda.
A una decena de metros, en una fonda de una sola mesa y cocina de leña, a la entrada de un ejido del municipio de Agua Dulce, una mujer lavaba trastes en la parte trasera y su nuera cuidaba el fuego, cuando escucharon los estruendos de las balas. La primera, pensó que era algún neumático reventado de un trailer, de los muchos que pasan por ahí; la segunda, oyó más claros los impactos y se escondió cerca fogón. La tranquilidad vespertina fue interrumpida por segunda ocasión apenas segundos después cuando dos hombres sangrantes entraron pidiendo ayuda y agua.
La más grande le indicó a la muchacha que no les diera agua porque era malo para la salud y, en cambio, les preparó café. Ahí se quedaron los cuatro, agazapados detrás de la endeble protección que apenas les ofrecía el puesto laminado, pero nunca llegaron los federales por ellos. Roberto de la Paz Lazo, de 26 años y José Francisco González Lara, de 55 años tenían una herida cada uno, en la mano y pierna izquierda, respectivamente.
A las 17:10 la oficina de Protección Civil de Agua Dulce recibió la llamada del Centro Estatal de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C4) en donde solicitaban una ambulancia porque había al menos cinco personas heridas de bala en la carretera.
Los paramédicos tuvieron que irse en una ambulancia prestada, la de la Comisión Nacional de Emergencias (CNERNC), porque la suya no funcionaba. A pesar del contratiempo, en la menor cantidad de tiempo completaron los más de 17 kilómetros desde la ciudad de Agua Dulce hasta el punto donde ocurrió la balacera.
La escena fue una de las más fuertes que han vivido algunos de los paramédicos. Zenaida yacía sobre el asiento central delantero, con la cabeza flotando en el espacio donde van las piernas del copiloto, el dorso sobre el descansabrazos y las piernas orientadas hacia los asientos traseros.
Llevaba la misma blusa morada y la sudadera negra de cuando se fotografió en el parque de Cabañas. Solo que esta vez su sangre le empapó hombro izquierdo hasta regarse sobre el tapiz. El poder de la bala de fusil, una sola, fue destructivo. El proyectil le destrozó el cráneo del lado izquierdo, a la altura de la frente, hasta exponer su ebúrneo órgano interior.
A pesar del daño, Zenaida respiraba y tenía pulso, mientras los policías creían que el movimiento de su cuerpo se debía a los impulsos de los últimos rastros de energía abandonando un cuerpo sin vida. Zenaida estaba viva, pero nada podían hacer para salvarla.
“Me dio mucha tristeza verla ahí porque era una joven, era migrante e iba sola”
Socorrista
Según el protocolo de los cuerpos de emergencia, se le debe dar prioridad a los pacientes que tengan más posibilidades de sobrevivir y esos eran los dos que estaban escondidos en la fonda cercana. Además, solo tenían una ambulancia, así que los socorristas fueron claros: ese tipo de lesiones eran “incompatibles con la vida”.
“Me dio mucha tristeza verla ahí porque era una joven, era migrante e iba sola”, confesó uno de los socorristas. Si hubiera llegado otra unidad de emergencias, al menos le habrían permitido a la joven morir en un hospital, pero en cambio su cuerpo quedó en el interior de la camioneta acribillada, apenas cubierta por la puerta, por encima de la que trataban de ver los curiosos que circulaban a paso lento en el carril libre de la carretera.
Creen que Zenaida estuvo viva una media hora desde que recibió el disparo, quizá hasta que sus compañeros de viaje fueron internados en el Hospital de Coatzacoalcos. Los paramédicos partieron en la única ambulancia mientras a ella se le extinguía la vida hasta que sus pulmones, ya casi de forma mecánica, terminaron de expulsar el poco aire de reserva, a los ojos de los policías que, rabiosos, pululaban la escena y alejaban a los reporteros del sitio para que no se enteraran de la existencia de ella.
En la ambulancia, los dos heridos rogaban por que los llevaran a una clínica privada, ya que tenían miedo de ir al Hospital General. Estaban débiles por haber perdido mucha sangre, por eso no pudieron correr como los demás que lograron escabullirse entre el monte y los areneros mientras los policías se ocupaban del chofer.
En la escena, una mujer policía estatal peleaba con un cono de plástico naranja para amarrarle un extremo de la cinta amarilla reflejante, pues todavía no acordonaban la escena. El carril izquierdo en dirección a Coatzacoalcos quedó cerrado y el tramo fue ocupado por patrullas de la Policía Federal, Policía Naval, Policía Estatal, Policía Municipal de Agua Dulce y Policía Ministerial.
El único casquillo que se encontró, el .762 de la marca “Águila”, estaba a varios metros atrás de la camioneta, sobre el pavimento. A pesar de que el vehículo fue rociado, no encontraron más cartuchos percutidos. Según el Fiscal Jorge Winckler, ese tipo de munición se ocupa en armas como el fusil Iwi Galil Ace, un arma israelí que suelen portar los policías federales mexicanos.
Desde el primer momento se dio a conocer que la Policía Federal y el INM estuvieron involucrados en el ataque. Hubo testigos que señalaron la presencia de la patrulla y “la perrera”, que abandonaron el vehículo con la joven agonizante, versión confirmada por fuentes de diversas corporaciones policíacas. En cambio, al conocerse esto, después se trató de “filtrar” la versión de que había sido un “ataque entre polleros”.
“Se ve pequeña por su carita, pero no se ve de 12 años”, pensaron en la primer funeraria a donde llevaron el cuerpo.
Para entonces, las autoridades mexicanas no conocían la identidad de Zenaida, pues aunque traía su identificación junto al móvil, no lo hallaron. Habiendo perdido su lucha contra la muerte en la escena del crimen custodiada por una multitud de policías y marinos, casi dos horas después del ataque llegó Servicios Periciales para trasladarla a una funeraria en Agua Dulce.
En la camioneta, cerca de su cuerpo, encontraron una identificación a nombre de E. Clarissa, de 12 años de edad, por lo que de inicio creyeron que era ella. “Se ve pequeña por su carita, pero no se ve de 12 años”, pensaron en la primer funeraria a donde llevaron el cuerpo.
Aquella noche el Gobierno del estado de Veracruz, que dirige Cuitláhuac García Jiménez, calló de forma contundente y se negó a dar cualquier tipo de aclaración o postura sobre lo sucedido en la carretera dentro del territorio de Agua Dulce. En el grupo de Comunicación Social, reporteros preguntaron sobre el caso y aunque un funcionario estatal del área escribió que sí habría un posicionamiento, este nunca llegó.
Mientras tanto, en Estados Unidos, Heidi recibió una llamada. “Una amiga de ella, que venía con ella me habló y me dijo lo que había sucedido”. No tenía ni idea de cómo le comunicaría la noticia a la familia, no tenía el valor para hacerlo. “Uno no se espera esta noticia. Esperas que la agarró migración, ¿pero que la maten, así como la mataron?” Llamó primero a su papá, pero de inmediato el llanto se atoró en su garganta.
—Qué pasó, mija. —Contestó Dario, sobresaltado porque Heidi lloraba.
—Pasó un fracaso. El carro donde venía Zenaida lo ametrallaron y la mataron a ella.
Heidi confiesa que sin la llamada que recibió, habría sido más difícil reclamar el cuerpo de su hermana. Sobre la chica que le marcó, no sabe quién es y sólo desea que ella se encuentre bien. Como Zenaida había más jovencitas en el viaje, las “niñas” a las que siempre se refería en sus mensajes e incluso, la identificación por la que la confundieron, podría ser de alguna de sus compañeras cuyo paradero ahora es desconocido.
La persona que le avisó dijo que el conductor ya se estaba deteniendo, cuando se les atravesó la unidad y comenzaron a disparar en contra de la camioneta. Uno de esos tiros le dio a Zenaida en la frente y dos más lastimaron a los otros dos hombres. “Yo nunca voy a borrar esa carita de tu hermana”, le dijeron antes de colgar.
Tras avisar a su papá y a otras hermanas, se comunicaron con las autoridades salvadoreñas, pero no les querían dar mucha información porque en Veracruz estaban confundidos sobre su identidad. Dieron los datos de Zenaida y lograron acceder a un registro digital con foto, hasta que finalmente compararon la foto con su rostro.
El cuerpo de la joven fue trasladado a Las Choapas aquel fin de semana para que fuera embalsamado y pudiera aguantar hasta que la repatriaran. Tan solo el proceso de llevarla de vuelta a su país costó 2,600 dólares (casi 50 mil pesos) más otros 1,500 dólares (aproximadamente 28 mil pesos) por el servicio funerario en El Salvador.
Dario Escobar ha viajado tres veces a Estados Unidos y las tres ocasiones cruzó con éxito. Dice que nunca había tenido problema con las autoridades mexicanas, ni extorsión, ni detenciones… Hasta este “fracaso”, como él llama a la tragedia.
Con la herida puesta en el alma, confiesa que la lucha de un migrante no es por uno mismo, sino por su familia, por lo que tienen. “Todos vamos por una solución con un pensamiento de mejorar sus vidas. Así como entró el primero, así vamos todos”.
La primera vez que dejó su país fue a finales de 1996, pero regresó en el 99. De nuevo viajó en el 2001 y volvió en el 2006 a El Salvador. Nunca usó lancha ni viajó en tren; siempre se movió en autobús. Cruzó el río Bravo nadando y ya del otro lado los esperaban en camionetas para llevarlos hasta algunos pueblitos y de ahí a otras ciudades más grandes. En dos ocasiones cruzó por Tijuana, llegó a Houston, Texas, y Phoenix, Arizona, hasta alcanzar Santa Cruz, California, donde se ganaba la vida como jardinero. La última vez que se fue a Estados Unidos fue en 2009. Pasó una década. Zenaida tenía diez años cuando se despidieron. Cinco días después de que ella fue asesinada en México, el hombre volvió a su tierra.
La sorpresa de la madre fue tal, que se llenó de alegría al ver a su marido después de una década. Darío ya acariciaba la idea de volver a El Salvador. Siempre lo hacía, por su esposa y sus hijas, pues su familia es lo más importante para él. Pero mientras pasaban los años, se daba cuenta que cruzar la frontera era más difícil y peligroso. Regresaba a su país por amor y se iba por necesidad, porque “no hay donde trabajar uno, el poco dinero que uno trae se acaba”. Los meses se hicieron años, prefería esperar un poco más, juntar algo más de dinero, pues sabía que quizá ya no podría hacer un cuarto viaje. No quería esperar tanto tiempo y así se fue el tiempo hasta convertirse en una década. Zenaida lo sacudió con sus deseos de irse, cuando él ya se desesperaba por volver.
Y regresó.
Su esposa no sabía de su llegada. Lo vio después de diez años y se alegró mucho. Entonces él le dio la noticia de que su hija estaba muerta. Tuvieron que esperar algunos días hasta que la llevaron al doctor y le dieron calmantes para ‘soltarle’ la noticia. Primero fue la versión de que el auto donde iba Zenaida chocó y que murió por el accidente. Un fallecimiento suavizado frente al horror de enterarse de que su hija, la más pequeña, murió por un disparo que le destrozó la frente y los sueños a cinco días de haber comenzado su viaje.
El martes 18 de junio, la Fiscalía de Veracruz ofreció una versión de los hechos a través de una rueda de prensa en donde hizo mención de los testimonios de los dos sobrevivientes internados en el hospital. Por este caso primero se abrió la carpeta de investigación SUIP/XXI/CHOA/F2/503/2019 y luego se integró la FEAM/ACA/033/2019 de la Fiscalía Especializada en Atención a Migrantes.
El Fiscal Winckler públicamente no se atrevió a señalar de forma directa ni a la Policía Federal ni a Migración, pues se refería a ellos “uniformados” o “unidades tipo policía”, ya que no tenían más pruebas que los testimonios de los hombres que iban escondidos en la cabina de la camioneta Avalanche.
Pero al día siguiente, Alfonso Durazo Montaño, titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, confirmó que los elementos de la Policía Federal fueron quienes dispararon contra el grupo de migrantes en Agua Dulce, aunque quiso justificar la balacera diciendo que desde la camioneta habían abierto fuego, por lo que los policías repelieron el ataque, luego de una persecución originada en el retén cuando el vehículo no se detuvo. Como si faltara más, el funcionario federal también quiso involucrar al crimen organizado con este caso.
Para el jueves, la Secretaría de Seguridad y Protección se retractó en un comunicado en el que señalaron que “no hay indicios sobre el hecho de que se hubieran realizado disparos desde el vehículo” y que la Unidad de Asuntos Internos investigaría para “deslindar responsabilidades”.
Por su parte, la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) inició el expediente COA/0346/2019 para investigar la posible violación de Derechos Humanos en agravio del grupo de migrantes salvadoreños.
Después del revuelo inicial, las distintas instituciones involucradas en el caso ya no hicieron más declaraciones en torno a la muerte de Zenaida y la participación de la Policía Federal y Migración en el ataque armado contra los migrantes. El sur de Veracruz volvió a ser foco de noticias por nuevas y masivas detenciones de cientos de migrantes, que en el argot institucional suelen llamar “aseguramiento” o “rescate”, así que la historia de la chica de 19 años que se quería reunir con su padre poco a poco cayó en el olvido.
Desde la tragedia, su familia en El Salvador la esperó por más de diez días, tiempo que permaneció en la morgue de uno de los municipios más peligrosos del sur de Veracruz, ahí mismo donde se han depositado cadáveres fruto de la insaciable violencia que se apoderó de la entidad desde hace una década.
“Uno no sabe las cosas que van a pasar”, lamenta Heidi al hacer memoria de las veces que su hermana le insistió en irse a los Estados Unidos. Cuando ella viajó, hace cuatro años, “no estaba tan así, siempre ha estado peligroso, pero no estaba que los federales le tiraban directamente a las personas como a matarlas”.
La familia de Zenaida no concibe que el ataque fuera tan directo. Dicen que la policía podría haberle ponchado las llantas a la camioneta, detenerlos, deportarlos y ni modo. “Qué les costaba mandarlos de vuelta pa’l Salvador y ya. Ellos no pensaron en eso, pues como diciendo si los matamos ya no vuelven a intentar a cruzar y ahí se acabó todo. Eso fue lo que le tocó a mi hermana vivirlo, hasta ahí llegó”.
Darío no piensa regresar a Estados Unidos. Sabe que no es solo contra su hija, sino que son muchas personas las que están siendo detenidas. Queda como un sueño, una ilusión, aquellas historias de los que lograron llegar al país del norte y motivaron a los demás a cruzar la frontera para sacar adelante a sus familias.
Heidi cree que no habrá justicia para su hermana por ser migrante, que la tratarán como un caso más y siente que por intentar emigrar, por tocar suelo mexicano siendo extranjeros, no pueden exigir nada. Sobre los policías, se pregunta qué harán si los identifican, pero ella misma se responde que nada, que van a seguir matando gente.
Su padre coincide en que si detienen a los migrantes, está bien, porque no son mexicanos. “Pero matarnos por matarnos nomás por ser indocumentados, es bastante difícil, bastante corrupto”. Peor aún, disparar, matar y huir. Por eso él sí espera que el Gobierno mexicano imparta justicia por el caso de Zenaida. “No fue una basura, no fue un animal, no fue algo que mataron, era una persona humana y no tenía por qué ser eso así”.
El miércoles 26 de junio esperarían que Zenaida ya hubiera vuelto a El Salvador del viaje que empezó 17 días atrás. El de la mochila apretada con los puños contra el pecho, el de las otras chicas con sus propios motivos para cruzar países ajenos, el de quienes sobrevivieron y quienes pueden perderse en el camino.
Entonces Heidi al final acepta el destino de su hermana. Se abraza a la resignación de la muerte, de una tumba, la que muchas madres centroamericanas no tienen en su corazón porque no saben qué fue de sus hijos. “Por lo menos nosotros estamos tranquilos de que sabemos donde está mi hermana y que pronto va a regresar a El Salvador, aunque sea muerta, pero hay otras personas que sufren porque no encontraron su familiar, se perdió, porque no saben si está bien o si está muerto”.