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Hasta los siete u ocho años Alicia entendió que había un problema con su mamá. Ocurrió cuando una prima, a quien lastimó jugando a “la trais”, como venganza le gritó furiosa el secreto de la familia: “¡Tu mamá está en la cárcel!”.
Ese dardo envenenado desinfló su mundo artificial. Su mamá no estaba estudiando muy lejos, ni su abuela era su otra madre y su abuelo su padre; no existía el túnel en el ropero por donde madre e hija se comunicaban en secreto y ella recibía regalos cada 6 de enero. Estaba presa.
Lichita creció atormentada por el pensamiento de que, si se portaba mal, su mamá nunca iba a ser liberada. Hasta que otro primo, Sandino, su eterno compañero de juegos, exasperado por tener que guardar una inconsistente mentira que se descarapelaba con los años, un día gritó a la familia entera: “¿Por qué no le dicen de una vez que su mamá está desaparecida?”.
Ese momento, Alicia lo recuerda como una “fiesta de locos”. La abuela sollozaba, una tía se enojó con el niño chismoso y malcriado, el abuelo guardó silencio, y Lichita no dejaba de llorar mientras otra tía le prometía que la estaban buscando.
“Me decían que sí, que estaba en una cárcel, pero que no sabíamos cuál era”, recuerda Alicia ahora, a sus 46 años, no en tono de drama. Enseguida, con una risita burlona, dice: “Nunca supimos dónde estuvo y eso nos mantiene aquí, buscando”.
En aquella celda, desaparecida, quedó atrapada Alicia, la chihuahuense hija de rancheros norteños con inquietudes sociales, la estudiante de electrónica, la joven de pelo largo, tupido y liso que actuaba en obras de teatro escolares, la veinteañera que militó en la Liga Comunista 23 de Septiembre y llevó una doble vida con el alias de Susana, la que fue expulsada un tiempo del grupo guerrillero, la que se enamoró y parió en la clandestinidad, la que entregó a sus padres a la bebé para que la cuidaran, la que retornó a la guerrilla como responsable militar (fue la primera mujer con ese cargo en la liga), la cabrona que participó en secuestros y ataques armados.
Al momento de su captura en la Ciudad de México, con ella quedó atrapada toda la familia De los Ríos Merino. Desde aquella llamada a la casa de sus padres en Chihuahua en enero de 1978, en la que Alicia-Susana dijo a una de sus hermanas: “Ya vinieron por mí, búsquenme”, la familia entera quedó secuestrada.
Por testimonios de tres militantes de la liga supieron que la habían visto presa en el Campo Militar Número 1 en la Ciudad de México. Y que, a diferencia de ellos, no fue liberada.
Las mujeres De los Ríos buscaron a Alicia como se hacía en esa época: organizándose con otras familias que tenían parientes desaparecidos, marchando con la foto en blanco y negro de la detenida, protagonizando huelgas de hambre, denunciando ante organismos internacionales a los militares y sus cárceles clandestinas, arreglándoselas sexenio tras sexenio para acercarse a gobernadores, secretarios de Estado, titulares de la Secretaría de la Defensa Nacional y presidentes para pedirles el favor de que la liberaran.