domingo, septiembre 8

Los vuelos de Alicia

Hasta los 37 años, Alicia entendió que encontrar a una persona desaparecida en México es como perseguir un fantasma en medio de un laberinto lleno de puertas falsas.

“Vivíamos en un mundo fincado en esperanzas, ninguna confirmada”, dice ahora Licha al reflexionar sobre aquellas búsquedas familiares y los espejismos que mantuvieron atrapada a su familia.

En esos años, alguien dijo que vio a Alicia en Nicaragua peleando al lado de los revolucionarios sandinistas. Un amigo la reconoció en un shopping mall en El Paso, Texas, donde ella le hizo una seña de “guárdame el secreto”. Un historiador publicó que en la cárcel femenil de Santa Martha Acatitla, por la que nunca pasó, le robaron una hija que parió en prisión. Una tía aseguró que era aquella misteriosa mujer disfrazada de enfermera que se introdujo ilegalmente en el hospital donde convalecía su padre agonizante y le acarició la frente (en el sanatorio confirmaron el robo de un uniforme). Suya era la voz que llamó a casa en 1993 y dijo: “Cuiden a mi hija, denle un beso a mi papá y a mi mamá”, pero no contestó cuando le preguntaron: “¿Dónde estás?”. 

La familia recibía crípticos mensajes de brujas y videntes, que relacionaba con sus corazonadas, propias de quien necesita sostener una esperanza, como cuando la tía aseguró, con toda seguridad, que Alicia era la “comandanta Lucha” a la que se refirió el Subcomandante Marcos en una de sus cartas poéticas desde la Selva Lacandona en los primeros años del alzamiento zapatista, y hasta allá fue a preguntar Licha, quien se mudó un tiempo a Chiapas. En el año 2000 alguien más reconoció a Alicia en la foto que sacó el diario Reforma de una indigente con problemas psiquiátricos, y Licha comenzó a salir en las noches a buscar a su mamá en miserables albergues defeños imaginándola enloquecida por las sesiones de tortura.

Para entonces, ella ya se había graduado de Derecho, se había mudado a la Ciudad de México, donde se enamoró y parió dos niños. Estaba desempleada, no ejercía la abogacía y llevaba una vida semi ambulante entre conciertos en las bases zapatistas de Chiapas o donde pidieran la música solidaria de su marido, un icónico rockero mexicano que casi le duplicaba la edad. Combinaba la maternidad con la militancia en su colectivo (las kloakas komunikantes), que le cargaba la agenda de voluntarias actividades políticas con la etiqueta “de abajo y a la izquierda”.

Cuando tenía 34 años sintió que esa vida, con cada vez más frecuentes baches económicos y emocionales, no era la que quería y decidió aplicarle un método a sus búsquedas. Y, de paso, a su propia vida.

Postuló a una beca para estudiar historia, la ganó, regresó a Chihuahua a la casa de los abuelos maternos con sus hijos y comenzó un nuevo camino: de madre sola apoyada por su red de tías combinado con los estudios y los trabajos de campo. 

Sabiendo que no tenía ni un minuto que perder porque “las doñas” como su abuela estaban muriendo, tomó testimonios de manera sistemática a las otras madres con hijos desaparecidos y conoció sus colecciones de recuerdos; entrevistó a compañeros de militancia de su padre y de su madre y a su propia familia; hurgó en hemerotecas que huelen a polvo y humedad, navegó por los horrores contenidos en los archivos oficiales de la represión y creó sus propios archivos. 

Al mismo tiempo tocó las puertas del jesuita Centro de Derechos Humanos Miguel Agustin Pro Juárez para pedirles que tomaran el caso de la desaparición de su jefita. Le pusieron abogados y presentó una denuncia ante la justicia mexicana que llevó a instancias internacionales. 

El proceso penal quedó estancado durante casi 20 años.