jueves, noviembre 21

Los vuelos de Alicia

El pescador más antiguo de Barra de Coyuca es Valente Diego Jacinto, un anciano nacido en 1930, padre de nueve hijos, abuelo, bisabuelo y —próximamente— tatarabuelo de una prole que no alcanza a contar. 

Desde su casa, ubicada en la calle del panteón ejidal, el hombre recuerda que en este lugar antes solo había 14 casas y que las 14 familias se dedicaban a la pesca. A los 18 años, Valente fue soldado, por eso conoce la base aérea de Pie de la Cuesta, que está en el pueblo contiguo, a escasos 15 minutos en auto por la franja de tierra que divide la laguna y el mar. 

Como soldado duró ocho años haciendo lagartijas —eso es lo que más recuerda—, pronto se independizó y se convirtió en uno de los pioneros con lancha propia en esta zona turística que —con el piano y la seductora voz del Flaco de Oro Agustín Lara y su “acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma”, dedicada a la actriz María Félix— ya era favorita de las celebridades. 

Valente se queja: la economía va mal; ahora hay más pescadores que pescados. En el terreno baldío contiguo a su patio, donde Alicia fue a conocerlo, el anciano tiene una lancha estacionada, a la usanza del personaje de Fitzcarraldo, como un cadáver de sirena fuera del agua.

Valente Diego Jacinto, el lanchero más longevo de Barra de Coyuca, quien recuerda a las víctimas de los vuelos de la muerte.

Don Valente es platicador. Se emociona narrando lo que recuerda de la historia de esta playa. Le faltan dientes, por eso no siempre se le entiende. Es el único que no se asusta con la pregunta sobre los vuelos de la muerte.

—¿Es cierto que desde acá tiraban gente al mar? 

El anciano de inmediato dice que sí. Y aporta detalles: 

—Ahí lo aventaban antes, en avión lo tiraban donde quiera. Lo tiraban para acá, lo tiraban pa’ dentro del mar y salían ahí pa’ la playa, salían todos raleados del pescuezo… Sí, pues. Los ahorcaban —hace una pausa—. Los martirizaban, pues. 

A ratos la memoria no le da para aportar detalles. Menciona a un hombre de Acapulco que mandaba matar y tirar a la gente al agua. Pero no recuerda el nombre. En otro momento dirá que es un judicial. 

—Mataron como cuatro, ya los traen allá muertos y ahí los tiraban ya en la esquina. Ya los traiban ya, los bajaban ya muertos. Ya lo traían ya ellos. Los que mataban los mataban a balazo. Antes le daban los balazos aquí, a veces los balazos aquí. Bueno, donde quiera les daba balazos. No sé en qué año. Ya tiene muchos años. Pues ya esos años ya pasaron, ya no me acuerdo, ya uno no se acuerda de lo que hace uno ni nada…

—¿Era un avión de los militares?

—No, eran avioneta, de dos alas; había de dos alas, pero ahora no hay.

—¿Qué gente tiraban? ¿Eran hombres?

—Pues mujer y varones, no respetaban. A veces les quitaban la camisa o el pantalón, nomás le dejaban pura trusa…. Sí. Así son las cosas de antes, pues.

En un momento de la charla comienza a mezclar muertos. Los del ciclón que arrastró a su hermana, con todo y el tanque de la gasolina y el motor de la lancha, en ese mar que arrastró a su cuñado también. A ella la buscó mucho, “en el revolcadero, anduve todo eso, mar por tierra, por avión, por barco, nunca la encontré”. Asegura que se la comieron “las tintoreras”, porque antes había muchos  de esos tiburones. Y los muertos recientes de la violencia criminal que se ha soltado en la zona, asesinados a balazos, en cualquier sitio, “nomás llegue la noche”. Junto con los “martirizados” que caían desde las avionetas. Luego dirá que en tiempos del presidente José López Portillo. 

Ninguno de esos cuerpos está en la fosa común porque el cementerio colindante con la playa ha sido varias veces engullido por el mar, que en temporada de ciclones hasta las bardas de cemento y block tumba, y a los muertos desentierra. 

—¿Esos aviones salían de la base militar?

Se le insiste en la pregunta.

—Nooo —contesta exasperado—, eran otras avionetas. Los soldados no tienen avionetas, puro aviones y helicópteros.

Pero la descripción de las avionetas, la hora y la dirección coincide con la información que se tiene de los vuelos de la muerte que, desde 1974 y hasta 1979, operó el Ejército mexicano para exterminar a disidentes políticos. 

—La martirizaban y todo, la mataban, y la venían a tirar en el mar, donde quiera la tiraban, en el monte, en la laguna, venían rolando, rolando —insiste sobre las víctimas—. Yo nada más alcancé a ver unas cinco personas. Yo tempranito, pues había un avión que los tiraba tempranito, amaneciendo, venían de por acá —y señala al mar.

—¿Y no se espantaban los turistas?

—No. Como no saben, pues, nomás la gente de aquí sabía cómo las enterraban. Y como si nada, pues.

Don Valente cuenta esas vivencias frente a una nieta y a una anciana que anda de novia con uno de sus hijos. Ellas no le dan importancia a lo que dice. Lo toman como una “fantasía del viejito”.

Su vecino don Chente, que vive en la calle contigua y con quien compite como el más longevo de la zona —también pescador retirado, también con pinta de desnutrido—, desde la reja de su casa confeccionada con retazos de alambres y una tela en vez de puerta, cuando se le pregunta por los vuelos de la muerte dice que sí hubo, que todo temblaba cuando los aviones pasaban. Y los justifica:

“Vivos los echaban. En vez de echarlos presos los echaban al agua, los tiraban de arriba, pues. Los llevaban en avión y allá arriba los soltaban. Con una piedra les agarraban el pescuezo y vámonos. Cuando los echaban al mar es porque eran de los malos, de los que matan, los agarraban y los echaban”.