viernes, octubre 18

Los vuelos de Alicia

“Según testimonios de sobrevivientes de desaparición forzada en el Campo Militar Número 1 y en esa base, mi mamá y otros compañeros fueron vistos por última vez en una construcción en esa playa entre 1971 y 1979 (la estancia de Alicia en Pie de la Cuesta se registró en los primeros días de junio de 1978)”. 

(Mensaje de Facebook, 18 de abril de 2023).

*

Antes de venir a Pie de la Cuesta, Licha recurrió a otras pistas sobre el paradero de su mamá. En julio de 2022 estuvo en un viejo departamento del centro de la Ciudad de México, sentada en un sillón; a su alrededor estaban dispuestas cajitas de plástico con tornillos pequeños, moldes de dentaduras, guardas de plástico para corregir mordidas, montañas de papeles y libros voluminosos. Frente a ella, un indígena delgado, veinteañero, de pelo negro y largo, le transmitía mensajes que alguien le soplaba al oído.

Era un médium que le recomendaron consultar para conectarse con su mamá. Aunque a su cita llegó otro visitante.

“El tema más latente y al que siempre le has dado más relevancia es con tu mamá”,  comenzó el vidente, “pero el tema con papá sigue esperando que le des esa mirada que te cuesta darle”. 

Ella, con la sonrisa que forma parte de su eterno rictus, asintió con la cabeza. 

“Pues tu papá dice que sigue esperando a que lo busques, que le des la misma importancia y mirada que a tu mamá. Es como si mamá estuviera perdida, pero tu papá sí mira hacia ti”.

“¿Que lo busque?”. Alicia se extrañó del mensaje, pero no repeló: contestó dócil a las preguntas que le hacía el extraño sobre la relación con su progenitor. Contó que a los 10 años, cuando le cambiaba el marco al cuadro del Che Guevara que estaba en la casa de sus abuelos, se desprendió de la parte trasera el retrato oculto de un desconocido con un nombre anotado: “Enrique Pérez Mora ‘Tenebras’”. Hasta los 14 años supo que ese joven guapo, de pelo negro y rebelde, era su padre. 

Dudó sobre el jalón de orejas de su padre. Ella publica sobre él en Facebook, ha reconstruido su vida y hasta prepara un documental sobre su historia. Incluso se tatuó un corazón con dos nombres entrelazados: La Susan y El Tene.

Pero, finalmente, no fue a consultar al espiritista para preguntar por su papá, de quien conoce su destino final y la historia de la abuela paterna que cruzó en piyama medio México, enferma, a bordo de un autobús, para identificar el cadáver de su muchacho, el guerrillero asesinado en una emboscada de la policía en Sinaloa, de quien conservó el corazón, escondido en un frasco de formol en el ropero. Una reliquia que impresionó a Licha. 

El joven indígena insistía en darle voz al Tenebras y transmitirle sus sentimientos de padre abandonado que quiere que la hija sepa que cuenta con él, que le dice que  fue mejor que no creciera a su lado porque estaba lleno de rabia y rodeado de hombres violentos, y eso iba a dañarla.

“Él me dice que esta búsqueda que haces de ellos es porque tú estás perdida. Más allá de hacerla por ellos es que te busques a ti, porque la atención la has llevado mucho al pasado, y te has perdido del presente”. El joven siguió hablando, como si recibiera un dictado. “Dice que  todavía hay tiempo para que te conectes al presente. Que sigas con esta búsqueda, pero no pierdas el hilo con tus hijos”.

Alicia dejó de repetir “okey, okey”. Ya no sonreía. Ese intérprete de los muertos alzó los ojos como intentando escuchar algo a la distancia, como si una voz o un mensaje viniera de la cocina que tenía detrás. No tardó mucho en contactar la nueva frecuencia, rápido asintió con la cabeza, y en sintonía con lo que parecía otro canal soltó:

“Tu papá está bien. A la que siento muy perdida es a tu mamá, a ella la siento en un lugar oscuro, en un lugar sin recuerdos, como sin memoria, como en un espacio muy raro. Solo veo mucha oscuridad… muuuucha oscuridad”.

—¿Hay agua?

—No sé, está muy oscuro.

Alicia estaba seria cuando el joven rezó una oración en purépecha, le dio unos consejos y la bendijo. Pero a la mañana siguiente canceló abruptamente la agenda que tenía en la capital del país de hija buscadora de una madre desaparecida, y regresó a Chihuahua para llevar al médico a su hijo menor, el adolescente handbolista que había sufrido un golpe de calor, a quien,- después de que el doctor lo revisó, le fue programada una operación en el corazón.

Por esos días, Alicia lidiaba con la imagen de su jefita en un lugar oscuro, perdido, frío, desconectado. 

Se le venían encima las escenas que recién había encontrado en los expedientes de los poco publicitados juicios que la Secretaría de la Defensa Nacional abrió contra dos exmilitares —los generales Quirós Hermosillo y Acosta Chaparro— por los vuelos de la muerte. Pero el Ejército no lo hizo para castigar las monstruosidades que ambos cometieron y ordenaron durante la contrainsurgencia  —deduce Alicia—, sino para salvarlos de la extradición que solicitaba el gobierno de Estados Unidos, que los acusó de traficar droga para el Cártel de Juárez.

Los relatos que había leído se le convirtieron en imágenes fijas, como esas costras de sangre que por más que se lavan no se borran. Se le aparecían como pesadillas que miraba con los ojos abiertos. Imaginaba a las personas cayendo desde el cielo, a las esposas de los detenidos violadas, y a las víctimas asesinadas con el rostro hacia el mar.

Leyendo las declaraciones de los sobrevivientes de la base aérea, que en junio de 1978 vieron a Alicia-Susana, imaginó que el Océano Pacífico puede ser el sitio oscuro, frío, donde se corta la comunicación con los vivos. 

En ese tiempo escribió una carta, que se difundió en noticieros, pidiendo a los exintegrantes de la Brigada Blanca, a sus familias y a quienes pudieran tener datos sobre el paradero de su mamá que se comunicaran, pero no tuvo respuesta. También acompañó la instalación de la reciente comisión de la verdad para esclarecer las atrocidades cometidas por el Estado durante la contrainsurgencia, y se anotó para recorrer antiguas prisiones clandestinas.

Fue hasta diciembre cuando una sanadora chilanga avecindada en Acapulco le mandó un mensaje clave: que había sentido la presencia de su madre, Alicia, en un ritual que guió en la playa de Pie de la Cuesta para honrar la vida de dos defensoras indígenas locales muertas por el covid-19. Que sintió la presencia de la mujer de la foto en blanco y negro, de cabellera lacia, negra y abundante, que alguien colocó en el altar, y comenzó a recibir potentes mensajes suyos: su madre necesitaba un ritual.

Fotografía del altar dedicado a luchadoras sociales fallecidas en Guerrero durante la pandemia, y a Alicia De los Ríos. (Cortesía)