El testimonio de una madre, que después de haber encontrado a sus hijas, sigue escarbando la tierra en busca de los hijos de las demás.
Édgar Escamilla
Del Norte al Sur y del Oeste al Este, cientos de familias se reunieron en Papantla para formar parte de la Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, con la esperanza de encontrar a sus familiares, vivos o muertos; pero también llegaron aquellas que, sin necesidad, se sumaron a las indagatorias en medio del monte, potreros, milpas o cuerpos de agua.
Durante el primer día de búsqueda en campo conocimos a Rosalva Ibarra y Angélica Ramírez, de La Paz, Baja California Sur, y de Tijuana, Baja California, respectivamente. Sentados en la batea de una camioneta, el polvo del camino de terracería que conduce a la comunidad de Paso Coyutla cubría la piel, la ropa, el cabello.
Originaria de Culiacán, Sinaloa, Rosalva es madre soltera y a diferencia del resto de las madres que iban aquel día con la intensión de buscar restos de personas en un punto identificado como fosa clandestina, no tiene a ningún familiar desaparecido, pero su necesidad de justicia la hace formar parte de los colectivos y salir en busca de quienes no volvieron a casa.
Angélica es integrante del colectivo “Una Nación Buscándote”. Ella, a diferencia de Rosalva, sí sufrió en carne propia el que alguien le arrebatara a un familiar, pero que por fortuna logró encontrar, “pero sigo en el acompañamiento de las demás mamás y buscando ahora a sus hijos”.
Sentada a un costado de la plaza cívica “18 de Marzo”, donde se rindió el informe final de la Brigada, comenta que durante los quince días en que estuvo en Veracruz aprendió mucho acerca de una realidad no tan distinta a la que se vive en Tijuana, pero sí con matices muy particulares.
De acuerdo con el informe final, en la región de Poza Rica, a diferencia de otros puntos del estado, no se localizaron tantos restos humanos como se esperaba, pues la violencia ejercida en la zona desapareció para siempre cualquier rastro.
Los activistas localizaron al menos doce puntos utilizados como “cocinas”, en las que deshacían en ácido a sus víctimas, o las quemaban hasta volverlos cenizas, como ocurrió en La Gallera, Tihuatlán.
“En Baja California las cosas no son muy fáciles, pero con lo aquí aprendido le servirá para seguir buscando allá en la frontera norte: cómo manejar a las autoridades y lograr que hagan algo de su trabajo”.
La coordinadora de “Una Nación Buscándote” pide no ser estigmatizadas, en un contexto en el que las propias autoridades se encargaron de reducir los casos de desapariciones a víctimas de ajustes de cuentas entre bandas criminales.
Nosotras las madres no tenemos la culpa de lo que haya pasado, para que nos etiqueten y nos rechacen, porque nosotras también somos víctimas de lo sucedido”.
Recuerda que en el transcurso de la búsqueda de Yazmín y de Valeria, ese encontraron en el camino a más madres que se unieron a la búsqueda de sus hijos en manifestaciones, en la Fiscalía, en Semefos; lugares en los que siempre encontraron a una madre buscando a su hijo… “nos hicimos amigas, nos hicimos compañeras, hermanas del mismo dolor”.
Cuando encontramos a Yazmín y meses después a Valeria, me quedé pensando que no podíamos dejarlas solas, quedarnos en nuestra casa a descansar mientras mirábamos el gran problema de los desaparecidos”.
Fue así que decidieron integrarse en un colectivo en 2015, a través del cual salen a buscar por aquellas madres que por miedo o necesidad económica no pueden hacerlo, “con todo ese amor, para brindar un poco de ayuda para encontrarlos a todos”.
En la región fronteriza comenta que diariamente decenas de personas terminan, sin ser identificadas, en una fosa común; muchos migrantes de todo el mundo que terminan en algún lugar de la frontera por falta de sensibilidad de las autoridades.
Aunque las autoridades les niegan cifras concretas, el colectivo calcula que podrían ser entre tres y cuatro mil personas desaparecidas en esa región, donde producto de la búsqueda han logrado encontrar personas con vida, pero también restos de gente que migró desde Michoacán, Zacatecas, Estados Unidos, Veracruz.
Para Angélica, enterrar una varilla en la tierra es una sensación de esperanza de poder encontrar un olor, de hallar a alguien. “Sé que no va a ser el mío (familiar) o el de la compañera, pero será el de otra madre que por una u otra razón no ha salido a buscar”.